De camino a los Oscar (2)


Continuamos explorando las nominadas a mejor película. Unas cocean más que otras.

La la land (2016). Despreciable película, La la land. Es decir: tiene cosas apreciables por separado, pero en conjunto es una cosa despreciable. A la par de una película tan real, tan sobria, tan intensamente humana, tan actoralmente innegociable, tan narrativamente impoluta, como lo es Manchester by the Sea, La la land no pasa de ser orín coreografiado. Qué visión más idiótica de lo que es ser artista, o de lo que es amar, para el caso. Pero de esta dicotomía simple y campesina –la del arte y del amor– es que va sacando sus réditos y culto este filme que amenaza con destruirnos la noche de los Oscar. Es una dicotomía eterna, formula un romántico. Lo será, pero así como es eterna es lo mismo manida. A esta manidez el filme le agrega otras beatitudes –la chica que quiere ser actriz en Los Ángeles, por ejemplo, el chico que busca el santo grial del arte, en el presente caso jazzístico–. Estas cosas van venciendo el filme y lo van afelpando sin remedio. Aclaro que no tengo nada contra el musical. Es un error sugerir, como lo hizo alguien la otra vez en mi muro de Facebook, que todos los musicales son livianos. No estoy de acuerdo. Hay musicales muy dignos; es un género de mucha altura. Precisamente esa es la cuestión. Así por ejemplo, las actuaciones de La la land no es que sean memorables ni clásicas. Recuerden ustedes los musicales de la era de oro de Hollywood, aquellos performances, juzguen ustedes. Me da pena sobre todo por Ryan Gosling, quien ha ganado aquí popularidad y sex appeal como nunca antes, pero perdió otra cosa, más importante, y es su lealtad a ciertos roles numinosos, artísticos, apartados, por la cual lo veníamos respetando. Creo que él lo sabe; creo que a él le hubiera gustado estar donde ahora está, pero no por La la land o lo que representa. Casey Affleck seguramente no se hubiera prestado para una mamada tal como esta.

Manchester by the Sea (2016). Esta película es todo lo contrario a La La land: no hay efectos ni danzas ni cancioncillas ni miseria falsa. Es narrativa pura y dura. Una historia seca con personajes secos en un contexto seco. Pero lo seco aquí –siendo tan seco, tan frío, tan duro– es néctar. Es literatura. En efecto, es una película muy literaria, en su construcción y en sus maneras como carverianas. Yo mido siempre un filme, según saben, por la condición humana que hay en ella, y más condición humana no puede darse que la que se da en Manchester by the Sea. Es abominable lo que le sucede al personaje de Casey Affleck, que nos cumple. Y Michelle Williams, hay una escena con ella; hay una escena que bien le valdría el Oscar a mejor actriz de reparto, si tan solo Viola Davis no estuviera corriendo en la categoría. En fin: una noble película, que trata de esa cotidianidad entre trágica y cotidiana que sigue a toda tragedia.

Moonlight (2016). Moonlight está en algo. Es una exploración, un ensayo de la masculinidad y el modelo paterno –y su ausencia– en ese contexto agresivo de la vida ghetto y el thug life. Y empero el tremendismo de barrio es más bien graduado y para nada gratuito. Desde el punto de vista puramente formal, Moonlight tiene toques definitivos de autor (e. g. esas mancuernaciones de visualidad y música). Nos gustaron la estructura, segmentación y escenificación de la película. Si ustedes se fijan, está repleta de escenas incorruptas y necesarias, en la casa, en el colegio, en la playa, en el diner, etcétera. Tantas escenas sirven para ir, con ritmo conseguido, hilando la historia y evolución de un personaje, Chiron. El género es lo que llaman coming of age. Este año no se quejará nadie de que no hay presencia negra en los Oscar.

Lion (2016). Queda Lion nominada a mejor película, más no Silence, de Scorsese, ni Jackie, de Larraín, que me hagan el cabrón favor. Parece que es una gran historia, Lion, y en cierto modo lo es, pero pronto nos damos cuenta que es una historia donde no pasa nada, y por tanto menor. Y no es que yo tenga algo contra de las historias en donde no pasa nada, pero entonces se requiere mucha bruma psicológica y subjetiva, o mucha bruma fenoménica, tipo Terrence Malick, con su carga de profundo esteticismo, pero esta película carece de todo eso. Es una cinta además asimétrica: la primera parte, muy de tortilla tiesa, es muy superior a la primera. La India, qué grande es.


(Contraluz publicada el 17 de febrero de 2016 en Contrapoder.)

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