High–Rise


Omar Mateen liberó las balas de su AR–15 en ese club con todo el arsenal de su odio. Los cuerpos caían como morsas descorchadas. Las manitas de los gays quedaban en extrañas poses. El saldo fue de 50 muertos / 53 heridos.
           
Yo supe de la noticia, y el primero que se me vino a la cabeza fue Ballard. Nadie como James Ballard, el poderoso autor británico de ciencia ficción, para explicar esta clase de comportamientos rapados y perversos. Buena parte de su obra es una inmersión en ese trastorno profundo, nodal, que yace en el centro de nuestra llamada civilización.
           
Y cuando dije autor de ciencia ficción debí decir autor de ciencia realidad. Alguien que dibujaba alegorías oblicuas para rendir lo que está, al fin de cuentas, justo enfrente de nosotros, o más bien: en nosotros.
           
Cómo lamento que Ballard no esté vivo, formulando esas novelas de poderosas mandíbulas que trituraban nuestros conforts suburbanos y apastillados. Por cierto que antes que muriera me agarró una urgencia de escribir de él, y de esa cuenta publiqué un texto que se llamó Ballard el ambidiestro, y que pueden encontrar –busquen– en mi blog Salivario.
           
Pero, ¿a qué viene todo este discurrir de Ballard en Contraluz? Bueno: es que quiero hablar de la última adaptación que tenemos de Ballard, me refiero claro a High–Rise, infiltrada en el stash de películas de su vendedor pirata más cercano, o ya en la web.
           
Ballard no es ajeno a las adaptaciones. Por supuesto está El imperio del Sol, llevada a la pantalla por Spielberg, y en donde mirábamos a un joven Christan Bale sobrevivir en un campo de concentración de plomosos japoneses. Más críptica, más afanada en su oscuridad, es la adaptación de David Cronenberg del libro Crash. Y ahora tenemos algo que no desmerece, en esa línea sucesiva de transferencias cinematográficas, y es la película de Ben Wheatley, High–Rise.
           
Está bien, lo confieso: no he leído el libro, por desfortuna, pero voy a dar un gran salto especulativo y decir que a Ballard no le hubiese desagradado esta desmesurada, y no complaciente, no didáctica, rendición. Sospecho en ella una forma de lealtad al genius loci ballardiano.
           
De High–Rise podemos decir que es la historia de un futuro distópico salvo que este futuro distópico está ubicado en los setenta. Y funciona, dado que los setenta fue una década futurista como ninguna.
           
De tener ustedes un mínimo de actitud reporteril, ya estarían viendo el tráiler de la película, y por tanto apreciando las palabras en off de Tom Hiddleston (sí, el mismo de Thor; sí, el mismo de Only Lovers Left Alive; el de la serie de AMC The Night Manager). Otros actores de esta producción son: Jeremy Irons, aquí el demiurgo loco; la nada grosera actriz Elisabeth Moss, forjada en innumerables episodios de Mad Men; Luke Evans; Sienna Miller.
           
Pongan atención y pronto comprenderán que el edificio de High–Rise es el contenedor supurante de una grotesca y decadente lucha de clases (al sonido de una música que no voy a decir que es buena pero sí magnífica).

La desmesura de Ballard –surrealismo oscuro, burroughsismo– es aquí evidente y milimétrica, escena a escena. Ben Wheatley nos introduce a la entropía sublunar de un templo obsceno, y lo que más me gustó es cómo la sutileza del filme no se extravía en su psicopatología feroz; pero a la vez cómo su feroz psicopatología no se pierde en su manierismo ni en su detalle.




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