Usted mírela y verá. No haga caso de quienes la descartan de un brochazo –o de un post. Solo un ser sin referencias (o con exceso cancerígeno de ellas) puede echar por la borda un trabajo así.
Por otro lado, tampoco es cuestión de
ceder al buzz de los premios (así el Platino) o nominaciones (los Oscar). Eso
está bien, pero hay razones más hondas para acercarse a la película colombiana El abrazo de la serpiente.
Por cierto que después de ver El abrazo de la serpiente quedé en paz
con que Ixcanul no pasara a la
selección de los Oscar. Es una contrincante latinoamericana muy digna. Redigna.
Y habiendo elementos en común (no sé si quiero hacer la lista, pero habrá que
mencionar el lugar que se le da a la lengua indígena en ambos filmes) diríase
que el éxito de una es en cierto modo el éxito de la otra, y viceversa.
Referencias
reales
Por razones de espacio me voy a limitar
a hablar de El abrazo de la serpiente
desde dentro, desde la historia misma que plantea, moviéndome en unos escogidos
ejes temáticos. Aunque –es claro– tantas otras dimensiones de la película
merecerían atención: la visualidad, los parlamentos, las actuaciones, etcétera.
Por ejemplo podría decir algo de la
galería de referencias que vinieron a mi mente al verla –de Coppola a Herzog,
de Carpentier a Castaneda, y así sucesivamente. Pero ya que estamos hablando de
referencias, lo urgente es decir que este filme se inspira directamente en
reportes compuestos por científicos occidentales en el Amazonas. Los diarios de
viaje de un etnólogo alemán y un botánico estadounidense sirven para crear la
arquitectura narrativa dual de la película, que va avanzando en sugestivo
contrapunto, a través de dos historias que se alternan en dos tiempos, pero en
un mismo espacio. Ambos científicos se hacen acompañar de un mismo chamán
–Karamakate– que de esa cuenta en un relato es joven y en el otro ya está
entrado en años.
Dos informes reales, entrecruzados en
una poderosa ficción, con raccords muy discretos y elegantes.
Escenas
memorables
La película empieza con el catezumbal de
créditos que inaugura todo largometraje genuinamente independiente que suda
patrocinios. A partir de ahí empieza a rendir una serie de escenas sugerentes,
preñadas de conflicto y belleza elemental.
Quisiera recordar algunas de estas
escenas, ni siquiera en orden. Por favor, si no ha visto la película, le
sugiero que pase al próximo apartado de este artículo.
Quizá la primera escena que viene a mi
cabeza es aquella en donde el gringo y chamán escuchan música clásica en un
fonógrafo, en lo hondo de la selva. Una escena delicada, que contrasta con
otras más bien despiadadas. Pienso por ejemplo en la del indio sin brazo y
enucleado, que pide que lo maten, para que no lo torturen los señores del
caucho.
Otra escena interesante que recuerdo
ahora es la del científico alemán que, en la desventaja de la fiebre, captura
un pez y lo come crudo, desafiando así las reglas chamánicas. Y qué decir de
ese momento cuando Karamakate llega a su pueblo, en completa decadencia, y
decide quemar el árbol de yakruna –todas esas flores en fuego– al comprobar
cómo un grupo de hombres usa la planta sagrada nomás para intoxicarse y
embrutecerse. Poco después por cierto será la escena del jaguar y la serpiente,
grávida de simbolismo.
Pero una de las secuencias más intensas del
filme es cuando el etnólogo alemán, su fiel acompañante y el propio Karamakate
llegan a la Misión, dirigida por un sádico capuchino español, que no permite
que se hable en la Casa del Señor lenguas indígenas, “las lenguas del demonio”.
Décadas más tarde, el mismo Chamán habrá
de volver a esa mismísima Misión, ahora una suerte de pueblo maldito: la
Comunidad del Edén. Esos encapuchados, con
un parecido al Ku Klux Klan, son ya mutantes de la Misión original, híbridos
fanáticos, deformados por el autoflagelo y el mesianismo.
Todo termina, en un delirio à la
Jodorowsky, orgía de religión y de muerte, comandada por un personaje que se
cree Hijo de Dios, y que termina comido por sus propios súbditos, en una especie
de canibalismo sacro–bárbaro.
La
selva de los senderos que se bifurcan
Son senderos hechos de río. Son caminos
líquidos entre los follajes. Son serpientes de agua entre lo verde. Un
laberinto hídrico fractalizándose en la selvático.
El
abrazo de la serpiente es
pura alternancia entre el río y la frondosidad. La canoa nos sigue llevando por
el caudal anacóndico y luego encalla en lo profundo del bosque, de donde brotan
maravillosos sonidos naturales (finamente captados por el equipo de audición).
Puede considerarse El abrazo de la serpiente como una road movie amazónica. En efecto, los personajes, de los cuales ya
hablaremos, se van internando en “la amalgama misteriosa de la selva” (como
diría Macal). Y es así como se va levantando ante nosotros el mundo fenoménico
de signos y mensajes, un manglar de protocolos elementales.
El ojo de la cámara parece entender la
selva, y sabe ahí moverse, en esa fiebre y verde locura, en esa iniciación
delirante, que a veces alcanza matices conradianos. La selva, paranoia pura,
está preñada de muerte. Hay cadáveres que cuelgan en los árboles del estero
indiferente.
Y no debe haber sido fácil filmar en tales
páramos. Pero a la vez debe haber sido tan bello, y prueba de ello es el sinfín
de panoramas exquisitos que el espectador alcanza a ver en la película.
Indios
La selva es el contexto y los personajes
son los indios. El actor que representa a Karamakate –los dos, puesto que
estamos hablando del joven y del viejo– hacen un trabajo encomiable dibujando a
este chamán digno y solo, mágico y guerrero. Karamakate no es un asimilado (como
sí lo es ese otro, Manduca, una suerte de Viernes robinsoniano, matices aparte).
En Karamakate hay una arrogancia cultural continua. Contra la imagen de esos
indígenas desnudos, bobos y etnográficos, Karamakate se impone como un hombre
de conocimiento, que contempla hieráticamente y con desdén la pasión del hombre
blanco.
El
tópico del colonialismo
El
abrazo de la serpiente es
un filme que explora el asunto del colonialismo, en todos sus registros.
Múltiples arquetipos del colonizador emergen: el explorador, el explotador, el
evangelista, etcétera. (De la misma manera emergen muchos arquetipos del colonizado:
el salvaje, el rebelde, el mediador, etcétera.)
Los personajes blancos son Theodor
Koch–Grunberg y el bostoniano Richard Evans, personajes con zonas grises, lo
cual nos ha gustado.
Desde luego esta película es, entre
otras cosas, una crítica social alrededor del expolio del origen y de la lengua
y los recursos de la tierra. Echa una mirada auténtica (pero tampoco saturada)
sobre el tema del extractivismo, en particular relacionado al caucho (“si estos
señores del caucho son hombres, yo soy una serpiente”, dice Karamakate). Pero el
extractivismo aquí no es solamente de los recursos naturales, sino también el
de la cultura originaria como tal y su tecnología espiritual.
Por otra parte, la película es
espléndida porque nos da una probada de los excesos del evangelio. Toda la
sección de la Misión (en sus dos momentos) es brutalmente apreciable.
Los niños indios vestidos de blanco… Los
curas enfermos de paranoia, civilizando desde su barbarie… Una feligresía alienesca...
Un
ejercicio de alteridad
Sería muy fácil para una película caer
en los lugares comunes recibidos de la epistemología colonialista y, para el
caso, decolonialista. Pero nos parece que la película, si bien consigue dar
unos enfoques clásicos, también logra establecer ciertos momentos de alteridad
y relaciones de poder sofisticados. Tanto el blanco como el indígena poseen
algo noble y alto que ofrecer y lo mismo algo mezquino y oscuro. Desde una
premisa tal, el filme brinda momentos relacionales y de intimidad cultural
interesantes. Como ya dije, no es que se excluya los arquetipos conocidos (como
el blanco idiota o el bon sauvage) pero sin perderse esta base arquetípica
recibida, puede decirse que los personajes no son monorepresentacionales. Hay
legitimaciones y absorciones mutuas que permiten un aprendizaje conjunto, una
transmisión recíproca. Y una confrontación y un asinceramiento en ambas
direcciones, que da lugar a una horizontalidad y un afecto. Entre el respeto y
el irrespeto constantes, de una y otra parte, los roles narrativos se van
abriendo. Ambas figuras son nobles y defectuosas, dignas y arrogantes,
enteradas y pretenciosas, prístinas y sucias. El extranjero habla nativo y el
nativo extranjero. El indio recuerda gracias al blanco; el blanco despierta gracias
al indio. No se trata una ética cooperacionista: es una auténtica cooperación,
con todas las fricciones del caso.
Sin esta clase de cooperación, las
flores seguirán ardiendo y todo ese bello conocimiento se perderá, irremisiblemente.
El abrazo de la serpiente es un canto
a la dignidad del origen (y a su suicidio noble: el chamán destruyendo el
yakruna) pero simultáneamente también a la posibilidad del encuentro y la
supervivencia en el cambio. Usted mírela y verá.
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